01 - Circunstanciales 02 - Tetris 03 - Juego de mesa 04 - Una maqueta 05 - Sobre el parquet 06 - Soneto superfluo 07 - Hermitaño lector 08 - Ibis subconsciente 09 - Ronchas musicales 10 - Las aves se vengan 11 - Amada mosca 12 - El conejo y el espejo 13 - Chicle masticado 14 - Construyendo 15 - Sombra 16 - Un limerick 17 - Soneto de la descubrieron 18 - Soneto de cómo se llama 19 - Efe I 20 - Efe II 21 - Fragmento 22 - Nocturnidad 23 - La Limpieza |
01 - Circunstanciales[1] La pecera se caía Los peces quedaban tirados por el piso Mis hermanos y yo corríamos a levantarlos en baldes Y los peces, amarillos y rojos, saltaban como delfines, locos de contentos. Y esto ocurría todos los días. [2] Un oficinista consideraba seriamente la posibilidad de que el mundo llegara a su fin. Iba de baño en baño, anunciando el apocalipsis. Las personas de los baños lo veían y no sabían que decir. Ocasionalmente las cosas se invertían Y las personas anunciaban el apocalipsis Y era el oficinista quien no sabía que decir. [3] Las luces y las sombras enloquecían al oficinista. De vez en cuando encontraba rostros en las penumbras de sus oficinas. [4] Cada vez que el oficinista se decidía a tocar la guitarra Una mano lo tomaba por el pescuezo La realidad lo empapaba como un balde de agua fría Y el oficinista desistía, resignado, y se iba a dormir a la intemperie. [5] Algunas veces, el oficinista daba vueltas en calesita Las vueltas de los caballos y los autos, la sortija y las luces y la música lo mareaban. Entonces el oficinista se bajaba de la calesita Pero al mirarla desde afuera se angustiaba pensando que quería dar otra vuelta. [6] El oficinista no creía en nada Una vez no le creyó al envase del dentífrico que decía "dientes más blancos" Otra vez no le creyó a la hormiga que le decía que quería ser cucaracha. Otra vez no le creyó al reloj y llegó tarde. 02 - Tetris
03 - Juego de mesaExtendiendo de su mano la palma, por ciegos bastidores de nostálgico gris coronada, caracoles ubica y la celada derruye el antes firme sentido de mi juego. Es como el apagado resonar de los ruegos, si ignoran escucharlos los que oyen, tu llamada que con estilo me convierte en nada, me reduce a ceniza con el candor del fuego. Me extrañaron los rastros de papel que ibas dejando entre mis sueños blandos para llevarme hacia el destino aquél. No pude ver tu sombra, pero cuando por fin le dio colores un pincel, corrí tras ella. Y la seguí, cantando. 04 - Una maquetaTemblaré cuando tiembles. He de ser, cuando quieras que sea, derrotado, o escalaré senderos escarpados para verte nacer. Al futuro añorado conocer desearán los profetas del pasado; tenues días aquellos caminados por gusto o por deber. Si al fin se desbarata la maqueta y todos somos trozos de cartón, de nada sirve andar en bicicleta, de nada bajo llave de latón guardar correspondencia ultrasecreta para engañar al propio corazón. 05 - Sobre el parquetHallado el edificio, la escalera, el rellano y el último escalón, la puerta, pero al tiempo hay un borrón que marca como el fin de la madera y así el comienzo de la habitación, el crujir de los pisos, las austeras decoraciones y el cuerpo de cera durmiendo abandonado en un rincón. El tiempo es la tortuga, y el orfebre que finas piezas de relojes labra pretende al tiempo derrotar cual liebre. En el rincón, se escuchan sus palabras. Delirando quizá, bajo la fiebre, repite el cuerpo inerte "abracadabra". 06 - Soneto superfluoOpalina y frutal la transparencia, sincrónicos los ritmos, confrontados los engranajes, de sendos estados de diez clínicas partes la existencia conforman lo sonoro de una ciencia. En años son los últimos entrados; los lánguidos herrajes, los candados, personajes que ocultan las esencias. Es obvio que los versos de esta estancia no dicen absolutamente nada aunque pienso que tienen elegancia. Y al menos para dar por terminada la estrofa, y concluir con esta instancia la dejaré de gracia despojada. 07 - Hermitaño lectorLeyendo un ejemplar amarillento que sobre ocultas disciplinas versa, la mente en líquido ambarino inmersa, retuerce y forja, sabio, con el lento cayado, el eremita, los momentos que en su seno encerrando antiguas fuerzas van invocado rostros, con dispersas voces cuando hay silencio. A los inventos tal como los va el tiempo construyendo de la misma manera el tiempo borra y tenuemente los diluye el ser. Los minutos se van desvaneciendo, quiera que alguna aguja así se corra, para en un descampado renacer. 08 - Ibis subconscienteSufro como los ibis al son del tiempo trémulo. Y eso que emana, severamente ansía desplazarme pudriendo tempestad. Quise tapiar toda ventana, clausurar toda puerta, ignorar los llamados. Pero venció lo blanco del papel, dolores inmolados, familias masacradas, lo crudo de aquel tiempo. Pero no fue el invierno. Pero no fue el verano. Pero tampoco fue. Cerrando aquellos ojos se abrieron otras puertas. El caldo estaba tibio. Los pies, fríos. Melancólicamente amaneció. El búho nos miraba desde una rama oculto sabiamente llovió papel picado. Sí, sí, están presos el hombre y su clavícula sobre nubes de huesos, dilatando los campos, trazando ilimitada, humanamente caminos aleatorios. Denso el veneno, densa la oscuridad, se escucha un crepitar, un misterioso fuego perseverante, humo simbólico, reverencias de duende, andar mecánico, con sarcasmo de espejo. Con ternura se van incinerando todas las calles. No creo haber sentido los anuncios, de mi mente se borran los recuerdos, las polvorientas tizas, cristal, cristal excelsamente pulcro, una lágrima herida de esa tiza, y hecha de ese cristal. Como una pesadilla encuadernado en tapa dura, un libro, se vuelve mi enemigo. Me enfrento a un monstruo extenso sobredimensionado perpetuo, cruel y anónimo. El volumen grotesco va mostrándome letras una a una. Y masoquistamente dejo perderme en ellas, quiero que estén ahí como quiero olvidarlas. Sigo pasando páginas. La tía me saluda, me mira desde abajo, o pienso que me mira. Mientras la van tapando ya no sé qué decir, ya no sé hablar, no sé. Y los pasos del tiempo me dan miedo tan lentos como graves, como tan graves, amplios. Y sin piedad el tiempo va pasando. Te doy el salvavidas, yo soy espantapájaros trivial, un punto en una carta. Y va pasando el tiempo sin piedad. 09 - Ronchas musicalesEterna ventura, lenguaje infinito, pentagrama picado por mosquitos. Oh, plástico insensato, metálica vehemencia en orden cronológico aguarda el alba el sol y la luna, el ocaso. ¿Cómo dejarlos ir vomitando fideos en el patio? ¿Cómo evitar partir si ya me fui, si ya no estoy hablando? Arrinconando el mustio pedestal, combinaré con frutas, animales, uniendo acaso el plátano al león; canciones con silencios, andamios con subsuelos. Ah, por el timbre de tu voz, gacela, que prístino en virtud me acaramela, combinaré patines con potasio, damasco, albaricoque, melocotón, durazno. Tú nos viste marchar, sala vacía, ahora me toca a mí. Y ahora te ríes de mis letanías. No es la primera vez que esto sucede. No es la primera vez. No es la primera vez que te me burlas. No es la primera vez y es la primera. 10 - Las aves se vengan"Con o sin la esencia las desmañanas inamanecen," retruca lastimoso un vagabundo viendo despeinarse el pasto con un sol que es un sol que es siempre igual. Y esta vez -esta vez sin la esencia- desamanece la inmañana con un graznido de pelícano. No ha de empollar el huevo, gravemente se convierte un cubito en la sopa de gallina. Las delirantes grullas asesinas, un gorrión chiquitito, la golondrina que justo pasó, y el pavo real colérico mostrándome los dientes, hacen caldo conmigo. 11 - Amada moscaSiempre la mosca me desencontraba: yo le decía estoy acá en la plaza y se encerraba adentro de su casa. No poderla tratar me lastimaba pero yo no podía ir con la mosca. Por ejemplo, una vez, salió volando y no pude seguirla ni aleteando con unas alas de madera, toscas. Pregunté a mis hermanas, las hormigas, qué podía hacer yo; pues parecía que cada cosa que por ella hacía no lograba otra cosa que ahuyentarla. Y una hormiga muy sabia me lo dijo: "Para las moscas, vos y los humanos son demasiado pulcros; los gusanos son el cenit de los insectos, hijo". Una vez comprendido, con ternura, decidí yo dejar de darme baños. Y, en efecto, sirvió, pues hace un año vivimos con la mosca en la basura. 12 - El conejo y el espejoEn algún mundo de los cuentos, donde un reloj gigante daba las 12:00 cuatro veces al día en el medio de la plaza, vivía un conejo. Este conejo tenía las orejas tan largas que para salir de su casa necesitaba tomar una píldora que lo reducía en tamaño a la mitad (y para entrar, también). Este conejo trabajaba para la Compañía de Nonios ajustando tornillos y aceitando poleas y barnizando planchas de madera. Pero un día este conejo se dio cuenta de que algo andaba mal. No podía atornillar ningún tornillo. Las tuercas parecían haberse vuelto incompatibles. El conejo se sentó en el cordón de los zapatos y le rodaron por los bigotes unas lágrimas azucaradas. Entoncse se le acercó su amiga la abeja y le preguntó "¿Por qué lloras conejo?", "Porque las tuercas no se enroscan en los tornillos" y la abeja empalideció y en tanto pudo dejar de zumbar se alejó del conejo. Entonces vino su amigo el escarabajo y le preguntó "¿Por qué lloras conejo?", "Porque las tuercas no se enroscan en los tornillos". Y el escarabajo tomó un tornillo y una tuerca y forcejeó y forcejeó, pero por mucho que lo intentaba, sólo lograba machucarse los dedos. El escarabajo se fue empujando una bola de caca y dejó a este conejo solo. Pero no tan solo, porque al instante apareció su amiga, la almeja y le preguntó "¿Por qué lloras conejo?", "Porque las tuercas no se enroscan en los tornillos" y la almeja dijo "Oh, pero si esto es obra del pícaro Señor Espejo que ha reflejado las tuercas pero no los tornillos". Entonces este conejo dijo "Ah, ¿y cómo podré llegar a la morada del Señor Espejo?", "Pero ni la más puta idea", dijo la almeja. Y se hundió en la arena. Entonces el conejo se sentó en un banco (Nación) y sollozó sus sollozos con jamón y queso. Pero pronto acudió a él su amiga la oveja y le preguntó "¿Por qué lloras conejo?", "Porque las tuercas no se enroscan en los tornillos y he de ir a la morada del Señor Espejo". El conejo lloró la pena, el perro ladró la pena y la oveja balió la pena y le dijo: "La morada del Viejo Señor Espejo está más allá de donde los ciempiés juegan a la rayuela". Pero la oveja se fue, silbando bajito. Y el conejo caminó y caminó y caminó y caminó. Salqueteaba por las praderas floridas hacia aquél lugar donde los ciempiés juegan a la rayuela. Pero de repente se sintió perdido. En la oscuridad apareció un renacuajo que comenzó a proferir improperios a nuestro conejo, quien salió corriendo y se chocó, frente a frente, con el Viejo Señor Espejo. 13 - Chicle masticadoAl borde de la mesa colocado, las leyes de la física osa el vaso desafiar. Lentamente lo desplazo procurando moverlo con cuidado. De obsesión, por querer que esté centrado unos creen que soy un claro caso (y por enumerar todos mis pasos). ¡Pero yo soy un chicle masticado! Filosóficamente estoy jodido: ¿Hube en la vida refrescado alientos? ¿Quién me pisó? ¿De qué sabor he sido? Dudo que alguien escuche mis lamentos: Para siempre una boca me ha escupido y estoy pegado abajo de un asiento. 14 - ConstruyendoBasándonos en "cómo son las cosas" hacemos una casa día a día, y rectos caminamos por la vía de las causas y efectos. Decorosas, las reglas y asunciones, numerosas se nos presentan como en jerarquía de costos, beneficios y nos guían hacia una casa más esplendorosa... Hasta que las paredes nos abrazan quitándonos la luz, y las palomas acechan en el techo y amenazan. Un rostro en una lágrima se asoma, sale el cielo en el sol y así la casa, librada de cimientos, se desploma. 15 - SombraEs ignota, difusa y gris la meta, lejano es el destino y son temidos, de los caminos no desconocidos, aquéllos que transita la Silueta. A aquél que distraídamente cruza la ruta de la Sombra, más le vale que implore por piedad. Si no le sale, recibirá una dura escaramuza y será prisionero en su castillo. Desanimo a que intente usted la fuga porque guardan la puerta una tortuga que lo quiere comer, y un armadillo con garras de metal. Y si lo intenta -pese a mis advertencias- sea cauto porque también puede pisarlo un auto (y, le juro, la Sombra no lamenta el enchastre de sangre). No sea loco que la Sombra no es joda, amigo mío, y lo puede meter en un gran lío o ahogarlo en una habitación de moco. Quizá quiera la Sombra devorarlo poniéndole manzanas en la boca; y en una cacerola con mandioca con papas y batatas, y con marlos de choclo hará estofado con su cuero. Le ruego no me llame mentiroso porque aunque suene un poco fantasioso todo esto que le cuento es verdadero. 16 - Un limerickEl análisis clínico anual dice "atípico -- orina frutal" y ahora puedo entender que en la cena de ayer aquel jugo supiera tan mal. 17 - Soneto de la descubrieronEl plazo fue tirano; el tiempo, chico. Estaba decidida, se apuró a sacar la pistola y disparó certeramente dándole al hocico dejándolo en el piso a Federico que (previsible) nunca más ladró. Y cuando se dio cuenta y lo miró, al reloj, eran ya las seis y pico. Qué tarde, qué desgracia, qué trage- dia. El tiempo no le dio para temerlo. Porque instantáneamente yo llegué. ¿Por qué carajo se decidió a hacerlo? Si tuvo o no un motivo, no lo sé; y si hubo una razón, no quise verlo. 18 - Soneto de cómo se llamaFábricas de arlequines, damas rusas, el triste fuego en la juguetería, recuerdos en francés, relojerías, nostálgica memoria, semifusas arañas de metal, guerra, merluza, no es el tiempo la suma de los días dirá alguno quizás, la nieve fría, abismal testimonio, parca excusa. Música angelical. Como si aislados, unos nenes entonan las sentencias, gastando adultas muecas, preocupados, ignorando lo nuevo. Diferencias: ciudad, tumulto, multitud a un lado; al otro, un mar difuso que silencia. 19 - Efe IEfe quiere destruir el mundo. Cuando tenía cinco años concibió su plan. Pese a su corta edad, había entendido que a todos nos llega la muerte. Pero también sabía (y lo sabía muy bien) que ahí es donde terminan los problemas y el dolor se acaba. Es que Efe tenía un gran problema. Sus compañeros de jardín eran entes demasiado racionales, que dándole vueltas a las palabras habrían terminado por ridiculizar su problema y reducirlo a la nada. Le habrían dicho que no, que no te preocupes, que eso le pasa a todos los nenes de cinco años. Le habrían dicho que eso no es malo, que te tiene que gustar, y si Efe insistía, le avisarían a la señorita, y quizá la mandarían a dirección, o a lavarse la boca con agua y jabón. La señorita tenía una cuadrícula gigante, donde día a día anotaba, con precisión científica, con una obsesión clínica, la evolución de Efe y cada uno de sus compañeritos. Los lúcidos y reveladores dibujos que Efe trazaba no conseguían más que incrementar la cantidad de notitas que la preocupada señorita pegaba en el cuaderno, la cantidad de caritas tristes que se apelotonaban en aquella cuadrícula. Y, a la hora de tomar el té, Efe quedaba apartada, en una mesa solitaria, degustando un alfajor para ella amargo. La señorita quizá hasta se regocijaba retándola por su comportamiento antisocial. Efe odiaba ese sistema, y su problema no le parecía en absoluto feliz, en absoluto agradable. Sus compañeras que gustaban de usar vestido no parecían ver más allá de sus ositos de peluche. Sus compañeros bulliciosos no parecían saber más que patear pelotas. Pero una mañana, en la diaria rutina de ir al jardín, vislumbró la única salida aparente; y supo que ella estaba elegida, que el designio inescrutable de alguna mano la había seleccionado para confirmarla. Porque a Efe le gusta el fuego. Sus ojos vivaces, atentos, lo miraron con cariño pareciera que desde siempre. Esas llamaradas naranjas que van comiéndose los troncos de los árboles, las servilletas de papel y los cigarrillos de su abuelo. Efe sabe cómo eso que el fuego se come se transforma en una especie de polvo negro, volátil y silencioso. Sí, sobre todo silencioso. Y cuánto desea Efe que la señorita se calle de una vez y por todas, cuánto ansía esa quietud de la ceniza para la salita roja, para los vanos nenas y nenes que cada día la tratan como quien se cuida de un bicho raro. Es bastante simple. Con las primeras chispas del encendedor robado empiezan a arder las cortinas del rincón de juegos. Algunos nenes se acercan alterados. Otros, más precavidos, tratan de alejarse, se espantan, gritan con fuerza. La señorita tiene tiempo para dibujar una última carita triste en la cuadrícula. Lo cierto es que, poco después, Efe empieza a disfrutar del silencio. 20 - Efe IIEfe no atiende el teléfono, porque la irritan esos aparatos chillones. Sabe que en cualquier momento, llegarán los invitados. Claro, invitados es una forma de decir. Ella no sabe por qué accedió a algo tan alejado de su verdadera voluntad; pero así se dieron las cosas. Tampoco es víctima de los deseos de otros: aunque prefiere la soledad y odia la hipocresía de ellos, a veces simula conformismo, intenta pasar desapercibida, trata de confundirse entre la gente para parecer menos distinta. Ellos temen a lo que es distinto y odian aquello a lo que temen, y Efe es odiada por la mayor parte de sus compañeros. También hay otros, los menos seguros de sí mismos, que la consideran una suerte de divinidad, quizá por muchos de sus rasgos maduros y complejamente adultos. Efe no quiere su admiración; la admiran sólo quienes no la comprenden. Prefiere que discutan sus ideas a que las acepten sin más, prefiere que la odien a que la deifiquen. Y, sí, ocasionalmente los trata, pero sigue buscando el silencio. En sus momentos libres se aleja lo más posible de todo, se hunde en el placer de largas caminatas, o se dedica a la lectura de libros demasiado avanzados para su edad. El teléfono vuelve a sonar, pero ella ni piensa en atender. Ruega que se hayan perdido en el camino, que el mundo haya explotado y se haya ido al carajo. No quiere verlos. Se da cuenta, otra vez, de que es ella la que puede determinar el futuro, de que la posibilidad de silenciarlos para siempre está en sus manos, de que está elegida para ejecutar aquél plan. No hay ya encendedores en su casa, pero conoce varios otros métodos. Efe siente que esa posibilidad de destrucción es la única de liberación, de salvación. Y aguarda su llegada (aunque querría que la espera fuese eterna) mientras piensa en posibilidades para callarlos también a ellos. El tiempo le ha conferido una imaginación rica; de cualquier manera, piensa en una solución a la vez clásica, eficaz y ante todo bella. Es también una forma de arte. Los invitados llegan. Son tres. Efe los recibe como si le resultaran sumamente agradables, como si conociera desde hace tiempo a esos desconocidos, no vaya a ser que algo se sospeche. Con el esfuerzo de quien no tiene la costumbre, intercambia frases superfluas, palabras vacías, un comentario irónico. Efe se pregunta si ya es momento, pero todavía no. Los invitados son manchas difusas para ella mientras piensa maniáticamente en la concreción de su plan. Los minutos corren. Efe entiende que es ahora o nunca. Ya no es una nena de cinco años, ahora tiene algo, una barrera oscura. Hay algo desconocido que con el tiempo ha ido contaminando su mente y le impide proseguir. Ya es demasiado tarde. Callada, blanca, confundida, Efe despide a los invitados que así como llegaron, se van. Como riéndose, suena el teléfono. 21 - FragmentoUno de mis primeros recuerdos es el del tren dejando la estación. Estaba a upa, supongo que de mi mamá, y tendría alrededor de dos años. Desde entonces miré muchas veces irse el tren. Incluso si no me subía, y sobre todo en esos casos, me llevaba lejos, a un lugar que de tan distante yo sentía cerca. La estación de trenes es bastante gris, sin alcanzar a estar sucia. Puede parecer un poco triste; siempre hay algún pobre chico sin casa pidiendo monedas, siempre los perros despeinados durmiendo sobre cartón. De cualquier manera, tiene su encanto, o al menos para mí lo tiene. Seguro, no es un encanto material, está más allá de lo que se puede ver mirando. Otro recuerdo temprano es yendo de la mano a comprar el pan a la panadería que estaba en la otra cuadra. A esa edad tenía la sensación de que el aire estaba limpio y que las flores eran de colores muy, muy vivos. Esa sensación la fui perdiendo; pero cada tanto, cuando algo me recuerda al gusto de aquel pan de mi infancia, si bien atenuada, revive. Después me acuerdo del jardín. Tenía un compañero grandote, al que le gustaba aprovecharse de su tamaño. Le decíamos Botón (de su nombre verdadero no me acuerdo). Todos los días, Botón agarraba a uno de nosostros y lo forzaba a darle su paquete de galletitas, su alfajor o lo que fuera que hubiese llevado. Había un solo chico con que Botón no se metía, Sebastián, porque era el hijo de la directora del jardín. Entre ellos se repartían lo que Botón sacaba. A cambio, Sebastián lo cubría, siempre que era necesario. El resto de los chicos, yo también, le teníamos miedo. Hubo dos que trataron de resistirse, pero el hijo de la directora (con su cara de bueno) pudo convencer a la señorita de que las cosas eran al revés. Todo era muy injusto. Sin embarogo me habría gustado que fuera lo más injusto que iba a tener que vivir. Me acuerdo de la primera vez que me tocó a mí. Estábamos en el recreo y hacía mucho frío. Algunos chicos correteaban para aplacarlo. La señorita estaba ayudando a un nene que se había caído del sube y baja y se había partido el labio. Entonces Botón vino y me empujó. Los chicos que andaban por ahí se acercaron a ver. Nadie se atrevió a enfrentarlo, y yo tampoco. Me volvió a empujar, choqué la cabeza contra una pared y le di el paquete que tenía en la mano. Cuando se alejó, Nadia me convidó una de sus galletitas. Nadia era la hija del pediatra que normalmente me atendía. Tenía el pelo naranja y los ojos muy negros. Nadia usaba hebillas en el pelo y un perfume riquísimo. Además, le costaba pronunciar las erres, decía que odiaba el jardín y tenía una visión del mundo muy rara. Porque a esa edad yo creía que los grandes tenían la razón sobre todo. La palabra de una persona grande era sagrada. No podía discutirla. Mejor dicho, yo no sabía que se podía discutir. En mi cabeza, aquella posibilidad no existía. En la cabeza de Nadia, en cambio, sí, y ella fue quien me enseñó que las cosas no eran siempre como decían los grandes. Ella me hizo dar cuenta de que a mi gato no lo habían "llevado a una granja", como me habían dicho en casa. Ella me dijo que Papá Noel no existía. Es cierto, la Navidad de mis cuatro años fue la más triste de mi vida. Pero todo tiene un precio, y Nadia me mostró que a veces vale la pena pagarlo. Nadia no quería a los grandes, decía que eran muy aburridos, que solamente les interesaban sus papeles y sus horas de la siesta. También decía que la señorita solamente servía para controlarnos, para engañarnos de a poquito y transformarnos en adultos así. Nadia fue la primera chica a quien realmente quise. No se lo dije. Al menos no entonces. Una vez, mientras los otros nenes jugaban a la pelota, Nadia me mostró en secreto el tesoro que había encontrado. Era una naranja podrida, tirada en un cantero de piedra del jardín, que los hongos habían vuelto de una tonalidad verde o turquesa como la del óxido de cobre. Me miró fijo desde sus ojos muy negros, y me dijo "Me voy a mudar, ¿sabés?". Pocos días después la despedí en la estación, mirando como el tren se alejaba y se alejaba. Después de que Nadia se fuera, me sentía bastante solo. Mis compañeros parecían cada vez más tontos: no les importaban la metafísica navideña ni las naranjas podridas, no se podía hablar con ellos de otra cosa que de las cosas. Cada día que pasaba, se parecían más a los aburridos grandes. Los dibujos que hacían se limitaban a casitas y soles sonrientes, a autos y televisores y vestidos con princesas. Ya ni siquiera tratar con Botón y su cómplice era animante. El ejercicio de su tiranía era para él algo mecánico, cotidiano. Por nuestra parte, ya nos parecía natural y hasta necesario, de manera que ni bronca daba. Aparte, Botón poseía la colección más grande de figuritas del jardín, y este hecho le daba una distinción tal, que lo había calmado mucho. Si bien yo no tenía problemas urgentes, estaba lleno de interrogantes. Podía darme cuenta de que la vida era mucho más de lo que veía todos los días en el jardín, y no tenía con quién hablarlo. Quizás la única respuesta era que yo solo debía enfrentarme a mis preguntas, hundirme en el caos y emerger con un nuevo orden. Quizás la única respuesta era que no había respuestas a mis perguntas. En esa época, empecé a ir mucho a la estación. Me sentaba en alguno de los bancos y miraba, durante horas, las vías. Escuchaba el rítmico traqueteo de los trenes que iban y venían, y ya me conocía de memoria a todos los pasajeros. 22 - NocturnidadEl volumen grueso de tapa dura naranja, el volumen. Un Rey quizá matemático, que vive solo en un departamentito medio sucucho oscuro lo escribió. Y no fumaba marihuana. Y no fumaba. Pero el tipo no está loco y está loco y no está loco y es el Rey. El libro de seiscientas páginas que alguna vez manuscribió. Tiene algo de religioso y el primer capítulo es Nueve. Nueve Seis Nueve. Hay algo acerca de una postura sexual extraña, quizá sexo ocular, felación, algo medio raro. Pero el Rey que lo escribió teme a su propio volumen quizá se ha vuelto en su contra. Porque así como él una vez dio nacimiento a las letras, ellas ahora quieren matarlo a él. Como ahogándose va en la propia sopa de letras del libro, el libro oscuro en un rincón. Y cuanto más lo lee, más negro se vuelve y la tapa naranja es menos naranja y más de otro color. Lo abre en una página al azar la tinta, parece amenazarlo desde el papel que sí, que sigue siendo blanco. Quemar el libro no es posible porque su propia creación. El sentimiento ambigüedad el creador que al mismo tiempo su obra es la más importante, la obra y, al mismo, la desdeña. La desdeña pero ella es más que Él. Lo enorgullece, la desdeña, la desdeña, pero las letras lo han escrito. Está perdido, hundido hundido en esas letras. Sabe que morirá y ellas seguirán estando, que quizá es la única oportunidad que tiene él para trascender su vida corta. Y hay algo en que se empeñan ellas, en acortar su vida corta, pues él es un peligro y quiere quemarlas. Así quizá terminará su vida corta piensan ellas pero asegurará su vida eterna. Prueba arranca una hoja del libro y la quema y las letras, cada vez, y el volumen, cada vez, le muestra más letras porque tiene más, una a una, son férreos soldados. El humo escribe vanidades en el recinto. Lo sufre y el Rey se pierde en los caminos de las vueltas de sus letras. El Rey se pierde en el camino de las volutas del humo que sigue ascendiendo todavía. Llora un poco y el volumen es su enemigo. Lo sufre y el Rey quiere olvidarlas. Lo sufre y quiere que estén ahí. Sigue pasando páginas para verlas. Finalmente tanto se enfrentó, las letras, ay, las letras se fueron, están y se fueron, y el está sin letras, sin nada. Ah las odiaba un poco, las odiaba, pero ellas estaban ahí siempre acompañándolo está solo. Por dónde andan, sí en algún lugar están, o yacen quizá, quizá muertas yacen, quizá no tanto. Por ahí una de sus esposas publique la obra póstuma del Rey matemático. O al menos un hombre hallará el volumen grueso de tapa dura naranja polvoriento y las páginas ya no blancas, y las páginas amarillas, y la tinta, y el resto de hoja arrancada, volverá a la vida el Rey. Esa esperanza sí que le queda. Pero no la de su soledad letras que lo dejaron sin letras eso sí que no lo arregla un hallazgo en el porvenir. Oh sí oh el porvenir. Y él, y parte el Rey, se va lento lentísimo con pasos despacios para el este porque está al oeste de la escuela. La escuela de paredes naranjas, la cosa cosa policial y adentro unas escaleras, un chico que llora en un escalón porque no encuentra a su hermana, un traductor frustrado que despertó ahí adentro en una de las aulas, el hotel de un magnate enfrente de la escuela, después de los acantilados y más allá una islita, y una ruta en medio del desierto sacada de un libro o una película malos donde pasa un auto cada eclipse de luna. El Rey se dirige hacia el oeste, saluda a una vieja compañera, percibe una letra en el horizonte y piensa que ahora vienen por él se siente Urquiza en su sillón. El volumen naranja se materializa entre sus propias manos. Nueve Seis Nueve lee un párrafo que no recuerda haber escrito, parece que hubiera mutado con el solo afán de torturarlo a él. O mejor con el solo afán de sobrevivir. La evolución del texto para sobrevivir a su propio creador que es a su vez su propio destructor que es a su vez el Rey y al tiempo el lector. Y con la misma fuerza con que hizo deshará. Y la misma mano de un Rey que ha sumado restará la cifra. Busca compañía pero su vieja compañera se esfumó sólo quedó la tinta en sus papeles. Yendo hacia el este. Buscará el sol quizá. La vida entonces. Sigue caminando, pega un salto, aletea con los brazos y sale volando. Y lo pierdo de vista entre las nubes. 23 - La LimpiezaCuando supimos que la Limpieza había terminado, no esperábamos que volviera. Aceptamos con resignación que Marcos era una unidad más en la cifra. Y si bien era triste, no se podía luchar contra todo. Durante aquellos duros días de la Limpieza nos habíamos quedado adentro de la estancia, viviendo de algunas pocas provisiones y jugando a las cartas. No creíamos que nos fueran a llevar: éramos gente normal e inofensiva. Pero tampoco era conveniente exponerse mucho. Sabíamos que a algunos vecinos se los habían llevado, especialmente a los que se resistían. A nosotros no se nos ocurría, porque sabíamos que la Limpieza era una necesidad urgente, primordial. Una tarde entraron y se lo llevaron a Marcos. Inútil intentar explicar nada. Marcos era el único de nosotros que se había preocupado por la Limpieza, pero nunca se había sublevado activamente. Los limpiadores no quisieron escucharnos. No tenía que ver con la verdad sino con algún otro factor que no entendimos. No pudimos hacerles frente, eran demasiados. Fue amarga la sensación de impotencia, de traición. Habíamos creído saber de qué se trataba la Limpieza. Entonces comenzamos a dudarlo. Lo terrible no era que se hubieran llevado a Marcos, sino que hubiéramos promovido la Limpieza poco antes. Era el horror de haberlo engendrado nosotros mismos, de recién ahora comprender que había algo por encima, que administraba nuestras vidas contra nuestra voluntad. Podían llevarse a cualquiera. Pasaron algunas semanas y los sentimientos se mezclaron. Al tiempo nos sentíamos ultrajados y afortunados, y tan cerca de la muerte como vivos. Paola no pudo resistirlo y algún amanecer la hallamos muerta en el baño. Bruno la enterró. La vida era ridícula. Había la sensación de que una vieja foto familiar que conservábamos era más valiosa que todo el resto de las (pocas) pertenencias. Parecía que las cartas jugaban con nosotros. Nuestros comportamientos eran automáticos. En una oportunidad lloré pero no había arroz. Poco antes de que enloqueciéramos todos, supimos que la Limpieza había terminado. Salimos a la calle con la ropa sucia y los ojos adoloridos. No parecía que las cosas estuvieran más Limpias. Solamente notábamos que Marcos y Paola no estaban ya (decirlo es siempre fácil). Los que habíamos quedado estábamos confundidos. Me hice cargo de un nene que había perdido a sus padres y el nene le regaló a Bruno un dibujo de un gato con las patas chuecas. Esa noche no queríamos volver a dormir a la estancia porque habíamos pasado mucho tiempo ahí. De cualquier manera, otro lugar no teníamos. A la medianoche escuchamos ruidos. Me levanté y me quedé helado al descubrir que era Marcos. No era el mismo de siempre. Sus rasgos eran más duros y su mirada, ausente. La Limpieza había funcionado. Se habían llevado de nosotros a los más capaces, a los más despiertos y fríos, a aquéllos que tenían la capacidad de rebelarse. Nos habían aislado. Marcos venía a terminar con nosotros, que éramos lo peor de la sociedad vieja, para fundar una nueva sociedad. Lo miré como pidiéndole piedad, pero no la hubo en sus ojos. |